Todos los días de los últimos años, no importa cuántos, he vivido convencido de que pertenezco al imperio más poderoso que habrá sobre la tierra. Un reino prudente que fija sus fronteras donde termina su gloria, donde empiezan la ignorancia y la miseria, la tierra de los hombres que padecen de múltiples vicios y defectos, que viven en su propia suciedad y que jamás podrían apreciar lo que tenemos en mi país. Si intentáramos enseñarles el buen modo de vivir, poco tiempo pasaría antes de que inventaran las riquezas para luego arrancárselas los unos a los otros, de que tomaran las armas y se pusieran en contra nuestra para obtener algo más, cualquier cosa, sin poder saciar jamás su ambición y su codicia. Desde esta tierra he aprendido que los hombres son viles, cobardes y egoístas por naturaleza. No tienen virtud, no la tuvieron al nacer y no supieron aprenderla en el transcurso de la vida. Me he dado cuenta de que nosotros, a diferencia de ellos, somos sabios. Vivimos aquí porque lo merecemos. Somos Suprahumanos. Por eso comprendemos que no tienen la culpa de sus facultades mediocres. Entrar en contacto con ellos sería desastroso para nuestra sociedad e inútil para remediar la vulgaridad de la suya. Es por eso que vivimos en una isla desde la que observamos con enormes catalejos a esas tristes poblaciones de las que un día – ahora perdido en nuestras memorias – fuimos parte.
Sé que soy un poco de la gloria de este imperio, porque soy un Suprahumano. Sé que mi razón de ser es el compromiso que adquirí cuando me reclutaron: nos traen a donde pertenecemos en verdad y nos dan una vida mejor, pero nos recuerdan a cada instante que estamos obligados a liberar a los hombres de sus males, y sufrimos cada día y cada noche porque, a pesar de todos nuestros esfuerzos y esperanzas, nunca alcanzamos la respuesta sobre cómo curar el alma de aquellos trogloditas. Nos sometemos continuamente a duros tratamientos que nos hacen mejores y más capaces para cumplir nuestra tarea: poco a poco, los órganos inútiles o ineficientes, como nervios, músculos, estómago y corazón, son sustituidos por artefactos especializados que nos permiten un bajo consumo de energía, desaparecen el dolor, el placer y todas aquellas distracciones que puedan obstruir nuestra tarea. El último paso es el cerebro, que suele ser reconstruido en varias sesiones con las que culmina el desarrollo del Suprahumano: el soldado perfecto, sabio, eficiente y totalmente dedicado a la generosa tarea de redimir a las pobres sociedades que estudia con el catalejo. Y aquí, a la orilla de mi tierra y dispuesto a seguir mis observaciones con dicho aparato, algo me dice que, a pesar de las miles de piezas de metal que ahora forman parte de mi cuerpo infatigable, debería sentirme cansado, muy cansado. Y algo triste.
Cada día los Altos ponen a prueba mis facultades y mi compromiso. Suelen perdonar con benevolencia mis errores y a veces reconocen los suyos, cuando condenan al exilio a los no merecedores de servir a la humanidad en este imperio: los Infrahumanos. El destierro es duro, pues entre mi reino y el resto de la tierra está el mar. Algunos Infrahumanos no llegan al otro lado, pero es peor lograrlo, pues los hombres sólo aceptan a los exiliados una vez que han sido arrancados de sus cuerpos los dispositivos especiales. Y entonces, la frecuente pérdida de extremidades y facultades vitales marca sus destinos. Cuando menos, eso es lo que cuentan los Altos.
Hoy me parece que vivo en el imperio más pequeño y solitario de todos. Mi cerebro ha sido programado para dirigir mis piernas metálicas hasta el punto que he fijado para las sesiones de observación, instalarme en la playa y mirar por el catalejo. Y a pesar de haber realizado esta actividad tantas veces, repitiendo lo mismos movimientos en las mismas direcciones, es la primera vez que tengo este pensamiento, encendido por una sensación eléctrica e instantánea: reconocí el mar. Me di cuenta de que estaba frente a él, erguido sobre la arena, y pude ver la mitad del perímetro de la isla con sólo girar la cabeza. A comparación del mar y de esa inmensa masa de tierra que se extendía a lo lejos, mi imperio me pareció diminuto. Luego me di cuenta de que no podía sentir la arena en los pies y el viento sólo era fresco en la mitad de mi rostro. Pensé en los que vivían más allá, intenté recordar cómo eran, cómo había sido yo. Pero sólo vino a mi mente un cúmulo inmenso de datos que no correspondían a ninguna sensación significativa, a ninguna imagen. No puedo recordar a los humanos. Pero tal vez pueda reconocerlos. Dejando a un lado el catalejo, hago aquello para lo que nunca estuve programado: camino hacia el mundo hasta que mi cuerpo pesado es cubierto por el mar.
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